Hay tardes que son especiales, tardes que tienen algo que despierta en ti un estado de nerviosismo continuo y que apenas te deja la posibilidad de seguir con tu vida como otro día cualquiera, esas tardes son las tardes de pasión, las tardes de Champions.

Ayer fue una de esas tardes, o más bien uno de esos días porque en realidad a mí me afecta desde el momento en el que me levanto y hasta que el árbitro decide dar por terminado el encuentro.
No tienes por qué ser demasiado aficionado al deporte rey, en mi caso es más la devoción a unos colores que al propio fútbol, pero sin ninguna duda escuchar el himno de la Champions sentado en el sofá de tu casa con tu gente rodeándote y con una cerveza en la mano, es una de las mejores sensaciones de tu vida.
Es difícil explicar, supongo que entre otras cosas porque esta pasión no se manifiesta del mismo modo en todo el mundo. A mí por ejemplo me impide completamente realizar una labor que requiera de mi atención al 100%, así como lo digo, es un día completamente nulo en el trabajo, renqueante en el gimnasio y desastroso en lo personal, pero es la Champions, la orejona manda.
Por supuesto hay días más inquietantes que otros, no es lo mismo jugar un partido en el que el resultado de la ida es tan amplio que juegan los suplentes que necesitar una remontada histórica en uno de los míticos campos de Europa. El segundo de los casos, al que me refiero en este artículo, hay que prepararlo durante todo el día. Escuchas el himno de tu equipo por los cascos del móvil, sales un rato antes del trabajo, preparas tu casa para la llegada de todos los amigos orcos que desean disfrutar del fútbol en un canal de pago que sólo tú tienes y además en HD, enciendes el Home Cinema, compras cerveza a raudales, tapas, pinchos….

Y llega la hora, previamente puedes haber calentado el ambiente con un par de vicios rápidos a la consola, cosa de poco. Os sentáis frente a la tele y el árbitro hace uso del silbato. En ese momento todo a tu alrededor desaparece, tus amigos, la novia, tus padres, el móvil….todo, solo te importa que la pelotita acabe en la portería del rival y que no pase al revés.
Sudas por sitios que ni conocías, te sobra ropa que no tienes puesta, mandas callar a gente que no existe, saltas, gritas, te ríes lloras, te enfadas, bebes más cerveza, comes, te acuerdas de Juanito y llega el descanso. Los que fuman, fuman, los que beben cogen otra lata y los que ni una cosa ni la otra ni se mueven del sofá.

Es el momento en el que ir a mear es más difícil que ir al estreno de StarWars, tu vejiga está a punto de reventar y no te quieres perder nada.
Al final, cuando comienza la segunda parte, pueden pasar dos cosas; una, que tu equipo vaya ganando y cuentes cada segundo del reloj como si fueran horas o que vaya perdiendo y esos números salten de 10 en 10. En este caso, empiezas a pensar en “otro año igual”, “de vacaciones hasta octubre”, y te imaginas otra vez ese sorteo de la Champions que año tras año renueva tus ilusiones.
El partido se acaba y dependiendo del resultado, puedes irte cabreado sin cenar a la cama, triste también sin hambre o a emborracharte, extremadamente contento y dedicarte a mandar Facebook, Whatsapp y demás a los amigos del eterno rival pero sobretodo con la sensación de que la Champions es la Champions y una tarde de pasión es inigualable.
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